Cuentos de Marruecos (para niños y adultos)

Tras mi viaje a Marrakech y preguntando a sus hospitalarias gentes, he podido conocer el oficio de los Hleqa o narradores de historias folclóricas. Estos cuentacuentos mantenían la honorable tradición Halqa, que consiste en dar vida oral a las leyendas y mitologías en las plazas públicas, en especial la concurrida plaza Jemaa el- Fna de Marrakech. En ocasiones estos narradores se centraban en epopeyas de héroes y otras en grandes pícaros como Nasrudin con toques de humor. En general, buscan una reflexión y una enseñanza moral en valores, como es la generosidad, la justicia, la prudencia y la sabiduría. A continuación, y como un Hleqa en esta plaza, os comparto seis relatos narradas en tono que hasta los niños y los adultos lo disfruten. ¡Marhabba!

Hleqa en la plaza Jemaa el- Fna de Marrakech – Por JuanMo Giménez y Galatea IA


En un pequeño pueblo marroquí, cerca de un río que brillaba bajo el sol, vivía un joven llamado Rashid. Era un chico aventurero, siempre buscando nuevos lugares para explorar. Los ancianos del pueblo advertían a todos que no se acercaran al río al caer la noche. Decían que había algo extraño allí, pero Rashid no creía en esas historias.

Un día, su curiosidad fue más fuerte que el miedo, y decidió descubrir el misterio del río. «No puede ser más que un cuento para asustar a los niños», se decía.

Aquella noche, mientras la luna llena iluminaba el cielo, Rashid caminó hasta la orilla del río. De repente, escuchó una suave melodía. Intrigado, siguió el sonido y vio a una mujer joven y hermosa. Su nombre era Aisha, y parecía tan tranquila, tan perfecta, con una larga melena oscura que caía sobre sus hombros. Ella lo saludó con una dulce sonrisa y lo invitó a acercarse.

Pero había algo en Aisha que no estaba bien. Rashid, observador como era, notó que no tenía pies normales… ¡Tenía patas de cabra! Un escalofrío recorrió su cuerpo, pero ya era demasiado tarde. Aisha comenzó a hablarle con una voz hipnótica, envolviéndolo en su encanto.

Aisha no era una simple mujer. Era la guardiana del río, una djinn que castigaba a aquellos que se acercaban sin respeto. Los rumores sobre ella eran ciertos: los hombres que la encontraban nunca volvían a ser los mismos. Aisha intentó hechizar a Rashid, susurrándole que se quedara con ella para siempre.

Pero Rashid, aunque estaba asustado, recordó lo que su abuelo siempre le decía: «No confíes en lo que parece demasiado perfecto». Con valentía, cerró los ojos, dio un paso atrás y, sin mirar atrás, corrió lo más rápido que pudo hacia el pueblo.

Cuando llegó, jadeando y agotado, los ancianos lo recibieron. Rashid había escapado de Aisha, algo que pocos podían decir. Desde aquel día, nunca más se acercó al río de noche, y siempre advirtió a los más jóvenes del peligro que allí se escondía.

La leyenda de Aisha Kandisha, guardiana de río –
Imagen creada con Galatea IA por JuanMo Giménez (13/10/24)


En un pequeño pueblo marroquí, rodeado de dunas y montañas, vivía una mujer muy anciana y pobre llamada Zohra. Los aldeanos la conocían por sus harapos y por su andar lento y fatigado, pues llevaba años caminando por el desierto en busca de refugio y comida. Los inviernos fríos y los veranos abrasadores la habían debilitado, pero su espíritu seguía luchando por sobrevivir.

Un día, en pleno crepúsculo, Zohra llegó a la casa de un comerciante rico llamado Saïd. La casa estaba iluminada, y desde la ventana se veían grandes platos de comida sobre la mesa. El olor a cordero asado y pan recién hecho la hacía salivar. Desesperada, tocó la puerta con manos temblorosas, esperando que la bondad de Saïd le permitiera llenar su estómago por primera vez en días.

Saïd, un hombre conocido por su riqueza pero también por su avaricia, abrió la puerta con una mirada impaciente. Zohra, con la voz rota por el cansancio, pidió un trozo de pan, algo pequeño para poder continuar su camino. Saïd la miró de arriba a abajo, y sin compasión, le dijo:

— ¡Fuera de aquí! No tengo nada para una vieja mendiga como tú.

Zohra, dolida y exhausta, imploró una vez más. Pero el comerciante cerró la puerta de golpe, sin importarle la miseria que la anciana sufría.

Sin embargo, antes de irse, Zohra miró la puerta cerrada y con una voz que parecía salir del mismísimo viento del desierto, pronunció unas palabras:

— Que nunca falte comida en tu mesa, pero que jamás la puedas disfrutar.

Saïd no le dio importancia, creyendo que eran solo palabras de una vieja desesperada.

Con el paso de los días, algo extraño comenzó a ocurrir en la casa de Saïd. Los platos seguían llenos de manjares, más ricos que nunca, pero cuando Saïd trataba de comer, la comida se deshacía entre sus manos o desaparecía antes de tocar sus labios. Cada vez que intentaba llevar un bocado a su boca, se esfumaba como arena entre los dedos.

Los médicos del pueblo no podían explicar lo que ocurría, y Saïd empezó a enloquecer de hambre. Las mesas seguían llenas de comida que sus familiares y amigos podían disfrutar, pero para él, la maldición de Zohra lo perseguía. Ni un solo bocado le era permitido.

Desesperado, intentó buscar a la anciana para rogarle perdón, pero Zohra nunca más fue vista. La maldición permaneció sobre él, recordándole que la avaricia y la falta de compasión siempre traen su castigo.


En las montañas del Atlas, en un pequeño pueblo apartado del bullicio de la ciudad, vivía un sabio llamado Sidi Ahmed. Era conocido en toda la región por su gran conocimiento y por tener un don especial: podía entender el lenguaje de los animales. Los aldeanos acudían a él en busca de consejo y ayuda, especialmente cuando las sequías o las malas cosechas amenazaban sus vidas.

Sidi Ahmed vivía solo en una humilde cabaña, siempre acompañado por su fiel burro, Chams, y una pequeña bandada de palomas que volaban cerca de su casa. Se decía que esos animales eran los ojos y oídos del sabio, ya que viajaban a lo largo de las montañas y le traían noticias de todo lo que sucedía.

Un día, el pueblo comenzó a sufrir una serie de extrañas desgracias. Las fuentes de agua se secaron de repente, las cosechas se marchitaban sin explicación y el ganado desaparecía misteriosamente. Los aldeanos, desesperados, acudieron a Sidi Ahmed, rogándole que usara su sabiduría para salvar al pueblo.

Sidi Ahmed escuchó con atención las preocupaciones del pueblo y, después de unos minutos de silencio, se dirigió a Chams, su burro. «Dime, viejo amigo, ¿qué has visto en tus viajes?», le preguntó. El burro, aunque no podía hablar como un humano, hizo un gesto con la cabeza hacia las montañas, como señalando el lugar donde se encontraba el origen del mal.

El sabio comprendió y decidió emprender el viaje para descubrir lo que estaba ocurriendo. Al adentrarse en lo más profundo de las montañas, se encontró con una djinn malvada llamada Zahra, quien había tomado control de las aguas de la región. Zahra, enfadada porque los humanos no la habían venerado lo suficiente, había decidido secar las fuentes y castigar al pueblo.

Sidi Ahmed se acercó con respeto, consciente del poder que Zahra tenía. «Oh, Zahra», dijo, «sabemos que tienes grandes poderes, pero te ruego que liberes las aguas. El pueblo te honrará y te respetará como mereces, pero no castigues a los inocentes». Zahra lo miró con desdén al principio, pero la sabiduría y humildad de Sidi Ahmed la impresionaron.

Tras un largo diálogo, Zahra aceptó el trato. Permitió que las aguas fluyeran de nuevo, pero con una condición: que cada año, en el mismo día, los aldeanos realizaran un ritual en su honor, dejando flores y comida en los manantiales. Sidi Ahmed regresó al pueblo como un héroe, y desde entonces, cada año, los aldeanos cumplen la promesa, agradeciendo a Zahra por mantener el agua pura y abundante.


En tiempos remotos, cuando el desierto de Marruecos albergaba más que dunas y caravanas, y en sus noches de luna llena se podían escuchar susurros del otro mundo, vivía un hombre llamado Maamar, un jeque venerado en su tribu. Era sabio, fuerte, y respetado por todos. Sin embargo, no era su sabiduría humana la que más intrigaba, sino los secretos oscuros que guardaba sobre el mundo invisible, ese mundo donde los genios y los espíritus erraban libres.

Maamar no solo había oído hablar de ellos; había tenido contacto directo con los genios desde joven. Se decía que había hecho un pacto con uno de los más poderosos, algo que lo mantenía en una posición privilegiada, pero también bajo una sombra constante de peligro.

Cierta noche, mientras el viento azotaba las tiendas de su campamento en medio del desierto, Maamar decidió invocar al genio al que servía en secreto. Sabía que el precio por los dones y conocimientos que le había otorgado era alto, pero también sabía que ya no podía evitar el llamado del ser sobrenatural. Se encontraba en una encrucijada de su vida: su salud comenzaba a menguar y sus enemigos dentro de la tribu crecían, ansiosos de tomar su lugar.

Así, bajo el manto de la noche, en el corazón del desierto, Maamar dibujó con arena el antiguo símbolo que había aprendido en su juventud, y pronunció las palabras prohibidas que le habían sido reveladas. El aire alrededor de él comenzó a arremolinarse, las estrellas parecían apagarse, y del suelo surgió una figura alta y oscura, envuelta en sombras.

El genio apareció ante él, imponente y descomunal, sus ojos brillaban como ascuas en la oscuridad. «Maamar,» dijo con una voz profunda que parecía resonar en el mismo viento, «has invocado mi presencia una vez más. ¿Qué deseas de mí esta vez?»

El jeque, aunque viejo y enfermo, mantenía la dignidad de un líder. «He cumplido mi parte del pacto. Te he servido fielmente durante décadas. Ahora, en mis últimos años, te exijo la inmortalidad. No quiero caer presa de mis enemigos ni del tiempo.»

El genio se rió, un sonido que hizo vibrar las piedras bajo sus pies. «¿Inmortalidad? Maamar, sabes que toda vida tiene un costo. Te la concederé, pero el precio que pagarás será más alto de lo que jamás imaginaste.»

Maamar, con la arrogancia que a veces traen los años de poder, no vaciló. «Acepto cualquier precio. Solo concédeme el don de vivir eternamente.»

El genio sonrió de nuevo, y con un movimiento de su mano, una brisa helada recorrió el cuerpo de Maamar. De repente, sintió cómo sus dolencias y achaques desaparecían. La fuerza que creía haber perdido regresó a su cuerpo, y la juventud, que ya no esperaba volver a ver, le fue devuelta.

«Estás ahora más allá del alcance de la muerte», dijo el genio. «Pero, Maamar, he de advertirte algo: si bien tu cuerpo nunca envejecerá ni perecerá, tus emociones y tus deseos humanos permanecerán intactos. Verás a todos los que amas marchitarse y morir. El tiempo no será tu aliado, sino tu verdugo.»

Maamar, confiado en que podría soportarlo, desestimó la advertencia y dejó que el genio desapareciera de nuevo en el viento del desierto.

Los años pasaron, y mientras su tribu se desmoronaba y sus enemigos desaparecían uno a uno, Maamar permaneció firme, inquebrantable. Pero con el tiempo, su victoria se tornó amarga. Vio cómo sus hijos crecían, envejecían y morían, cómo los amigos que había conocido se desvanecían en el polvo. Ninguna riqueza ni poder llenaba el vacío que la soledad eterna le infligía.

Lo que había comenzado como un don se transformó en una maldición insoportable. Maamar vagaba por el desierto, incapaz de morir, incapaz de amar, pues sabía que cualquier persona a la que se acercara también sería arrebatada por el tiempo. Los recuerdos lo atormentaban, y el desierto, que una vez había sido su hogar, ahora era su prisión.

Finalmente, desesperado, invocó una vez más al genio. «Te imploro», gritó al cielo estrellado, «¡Tómame de nuevo! No quiero esta inmortalidad. ¡Quítame este tormento!»

El genio apareció una vez más, con la misma sonrisa sombría. «Maamar, fuiste tú quien pidió este destino. No puedes deshacer lo que has aceptado.» Y con un último eco de su risa, el genio se desvaneció, dejando al jeque condenado a vagar por la eternidad, en el vacío del desierto, con su soledad como única compañía.


Hace mucho tiempo, en una vasta llanura de Marruecos, vivían un astuto zorro y un pequeño erizo. El zorro era conocido en toda la región por su velocidad, su sigilo y su habilidad para cazar. Los animales lo temían y lo admiraban por igual, sabiendo que era casi imposible escapar de él cuando decidía acechar.

El erizo, por otro lado, no tenía la fama del zorro. Era un animal pequeño y de movimientos lentos. Pero poseía una sabiduría y una astucia que no eran tan visibles como la agilidad del zorro, pero que se revelaban en el momento justo.

Un día, mientras paseaban por el campo en busca de comida, el zorro y el erizo se encontraron al borde de un amplio río. Era una época de sequía, y ambos estaban hambrientos, sabiendo que al otro lado del río encontrarían frutas frescas y pequeños animales para cazar.

El zorro, lleno de confianza, dijo: «Erizo, observa cómo un verdadero cazador como yo cruza este río. Solo los más rápidos y fuertes sobreviven en este mundo.» Sin esperar respuesta, el zorro se lanzó al agua, nadando rápidamente hacia el otro lado.

Sin embargo, la corriente del río era mucho más fuerte de lo que el zorro había anticipado. Aunque era ágil y fuerte, la fuerza del agua lo arrastraba de un lado a otro. Cada brazada le costaba más esfuerzo, y pronto se dio cuenta de que estaba gastando todas sus energías solo en mantenerse a flote.

El erizo, mientras tanto, observaba con calma desde la orilla. Cuando vio que el zorro luchaba por mantenerse en pie, decidió actuar de forma diferente. Con una sonrisa, el erizo comenzó a caminar despacio a lo largo del borde del río, buscando el punto más estrecho donde el agua fluía con menos fuerza.

Cuando lo encontró, el erizo utilizó su pequeño tamaño y su ingenio para rodar sobre sí mismo, protegiéndose con sus espinas, y se dejó llevar por la corriente más suave hasta la otra orilla. No se apresuró, ni se agotó, y cuando llegó, lo hizo sin ninguna dificultad.

El zorro, jadeando y exhausto, apenas había logrado salir del agua cuando vio al erizo en la otra orilla, completamente ileso.

El zorro, aún recuperándose de su agotadora travesía, se acercó al erizo con una mezcla de asombro y humillación. «¿Cómo es posible que, siendo tan lento y pequeño, hayas cruzado el río más fácilmente que yo, el más veloz de todos?»

El erizo, sin arrogancia, respondió: «No siempre es la fuerza o la rapidez lo que lleva al éxito. A veces, la paciencia y la estrategia son las armas más poderosas. Tú confiabas solo en tu fuerza, pero yo sabía que el río no podía vencer a mi astucia.»


En los concurridos zocos de Marrakech, donde las voces de los comerciantes y el bullicio de los compradores llenaban el aire, vivía un mercader de gran renombre. Su nombre era Hassan, y su reputación se extendía más allá de las murallas de la ciudad por ser un hombre de negocios astuto, aunque a veces implacable.

Cierto día, mientras paseaba por el zoco para cerrar algunos tratos, se topó con un ciego anciano llamado Ibrahim, quien se ganaba la vida mendigando y tocando una flauta. Aunque Ibrahim era pobre, siempre mostraba una serenidad que llamaba la atención de todos. No pedía limosna con desesperación; más bien, tocaba su música con la tranquilidad de quien ha hecho las paces con el destino.

Intrigado por la calma del ciego, Hassan se acercó y dijo: «Ibrahim, ¿cómo es posible que, en tu miseria y ceguera, mantengas esa paz que yo, con toda mi riqueza, no consigo alcanzar?»

Ibrahim, sin dejar de tocar su flauta, le respondió con una sonrisa: «Tal vez porque veo con el corazón lo que tú no puedes ver con los ojos.»

Este comentario dejó a Hassan meditando, pero la astucia del mercader no podía dejar de preguntarse si, detrás de esas palabras filosóficas, se escondía una lección que pudiera aprovechar. Decidió entonces tenderle una trampa a Ibrahim.

Al día siguiente, Hassan volvió al zoco con una bolsa llena de monedas de oro y se acercó de nuevo al ciego. «Ibrahim, como eres un hombre sabio, quiero hacerte una propuesta. Si logras adivinar cuántas monedas tengo en esta bolsa, te las daré todas. Pero si fallas, tendrás que entregarme esa flauta tuya, que tan preciada es para ti.»

Ibrahim, confiando en su intuición, aceptó el reto sin vacilar. Se inclinó ligeramente hacia Hassan y dijo: «En esa bolsa llevas exactamente cien monedas de oro.»

Hassan, sorprendido por la exactitud del ciego, no pudo contener su asombro. «¡Imposible! ¿Cómo has sabido cuántas monedas había?» Sin embargo, en lugar de cumplir su promesa, el mercader decidió aprovecharse de la situación. «He cambiado de opinión, Ibrahim. No puedo darte las monedas. Después de todo, soy un hombre de negocios, y estas monedas representan mucho más que una simple apuesta.»

Ibrahim no respondió con ira, pero su semblante cambió. En su silencio, Hassan sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El ciego, con voz calmada, le dijo: «Tal vez has ganado hoy, Hassan, pero la justicia del destino no conoce el engaño. Tarde o temprano, todo se equilibra.»

Pocos días después, mientras Hassan realizaba un largo viaje para comerciar en otra ciudad, cayó gravemente enfermo. Perdió todo lo que tenía: su mercancía, su dinero, e incluso su visión. Desesperado, regresó a Marrakech, buscando cualquier cura que pudiera devolverle la vista y su fortuna. Llegó al zoco, ahora convertido en un mendigo, vagando por las mismas calles donde antes reinaba como mercader.

Una tarde, mientras deambulaba sin rumbo, escuchó la melodía de una flauta. Reconoció inmediatamente a Ibrahim, el ciego, quien seguía tocando con la misma serenidad de siempre. Hassan, destrozado y humillado, se acercó a él y le confesó todo: «Has tenido razón. La justicia del destino me ha alcanzado. He perdido todo lo que poseía.»

Ibrahim, sin rencor, se inclinó hacia él y le dijo: «Lo que has perdido es tu avaricia, Hassan. Tal vez ahora puedas ver más allá de lo que te cegaba antes.»

A partir de ese día, Hassan abandonó sus prácticas deshonestas y se dedicó a ayudar a los más necesitados, sabiendo que la verdadera riqueza no estaba en las monedas que antes contaba, sino en la sabiduría y la bondad que nunca había visto.


Hace muchos años, en el vasto desierto marroquí, existía un oasis conocido como el Oasis de Nour, famoso no solo por sus aguas cristalinas, sino por una palmera solitaria que se alzaba majestuosa en el centro. Los viajeros que cruzaban el desierto siempre se detenían allí para descansar, ya que se decía que esa palmera tenía poderes especiales.

La leyenda contaba que, si un viajero agradecía a la palmera por su sombra, su agua y sus frutos, la palmera lo recompensaría con una bendición única. Farid, un joven pastor que vivía en un pequeño pueblo cercano, escuchaba siempre estas historias contadas por los ancianos del lugar.

Un día, Farid decidió ir al oasis para ver si la leyenda era cierta. Después de días de caminar bajo el sol abrasador, finalmente llegó al Oasis de Nour. Exhausto, se refugió bajo la sombra de la palmera y bebió el agua fresca del manantial. Al terminar, en lugar de agradecer, como lo hacían los demás, Farid pensó: «¿Por qué debería dar gracias a una simple palmera? Es solo un árbol, no un ser vivo como nosotros». Se acomodó para descansar, pero pronto se quedó profundamente dormido.

Esa noche, Farid tuvo un sueño extraño. En el sueño, la palmera se le apareció como una mujer hermosa, vestida con un largo vestido verde que brillaba bajo la luz de la luna. La mujer se acercó a él y le dijo: «Farid, has tomado mi sombra, mi agua y mis frutos, pero no has mostrado gratitud. Aquellos que olvidan dar gracias pierden la oportunidad de recibir las bendiciones del desierto.»

Farid despertó sobresaltado, pero en su interior no le dio importancia al sueño. Creía que eran solo fantasías creadas por el cansancio. Sin embargo, al levantarse, notó algo extraño: la palmera parecía más marchita, y las aguas del manantial no fluían con tanta fuerza como antes.

Farid comprendió entonces que la leyenda era cierta. Arrepentido, se arrodilló frente a la palmera y dijo: «Perdóname, noble palmera. No supe valorar tus dones. Agradezco tu sombra, tu agua y tus frutos. Eres una bendición en este vasto desierto».

De inmediato, la palmera volvió a su esplendor, más frondosa y verde que nunca. Las aguas del manantial fluyeron con fuerza, y una brisa fresca acarició el rostro de Farid. Desde aquel día, Farid nunca olvidó la importancia de la gratitud, y siempre que pasaba cerca del oasis, dejaba una pequeña ofrenda a la palmera, en señal de respeto.

Bibliografía.

  • Tradición oral y conversaciones.
  • Los cuentos de Marruecos, de James Berry.
  • Morocan Folktales, de Edith Warthon.
  • North African Folktales: Stories from Morocco, Algeria, and Tunisia, de Martha Ezzedine
  • www.moroccanfolktales.com

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